miércoles, 4 de febrero de 2015

Alto Vuelo

Esta vez la pegó. Hablamos de Alejandro González Iñárritu, quien da un giro inesperado en su filmografía con Birdman, una película en la que el mexicano hace terapia y exorciza sus demonios con una visión crítica de la industria de la que él mismo es parte.

Hace ya 15 años, Alejandro González Iñárritu debutó en el largo en su México natal con Amores Perros, su aclamada ópera prima que deslumbró a medio mundo, incluyendo premiación de la crítica en Cannes. Ese comienzo más que prometedor se fue diluyendo con sus siguientes títulos, que encontraron al director ya instalado en Hollywood, en donde comenzó a rodar en inglés y con pretensiones filosóficas que empantanaron su cine.

21 Gramos (2003) y Babel (2006) ahondaron en “lo importante”: películas de grandes elencos que cargaban sobre sí el peso de los “grandes temas” y que de tan reflexivas y bien pensantes podían llegar a exasperar. De esa forma el director pasó a ese grupo de directores a los que se los ama o se los odia. En el 2010 volvió a rodar en español y bajó un cambio en Biutiful que, sin llegar a ser una gran película, fue excesivamente maltratada.


Luego de cuatro años y con los mexicanos establecidos definitivamente como lo más cool de Hollywood (Gullermo del Toro, Alfonso Cuarón) se ve que a Iñárritu le picó el bichito de la superación personal y la competencia, porque se destapó con una película que realmente sorprende por su frescura y mordacidad, algo inédito en un director de innegable virtuosismo que era presa de sus propias ambiciones. Igualmente, a no confundir, Birdman, subtitulada “La Inesperada Virtud de la Ignorancia” nada más y nada menos, no deja de ser ambiciosa pero logra, virtuosismo aparte, dejar de lado la pretensión que ostentaban sus films previos.

Aquí Michael Keaton interpreta Riggan Thomson, un actor al que todos reconocen por haber interpretado al héroe volador del título tiempo atrás y al que por ende nadie toma en serio. Para redimirse juega sus últimas fichas adaptando al teatro De Qué Hablamos Cuando Hablamos de Amor de Raymond Carver, pero las cosas obviamente no serán fáciles, ya que deberá pasar por varios escollos. No sólo deberá lidiar con su ex esposa (Amy Ryan), su hija recién rehabilitada (Emma Stone), su amante (Andrea Riseborough) y el resto de su elenco y equipo (geniales Edward Norton, Naomi Watts y Zack Galifianakis), sino con él mismo.


El hecho de que no puede sacarse de encima al personaje del enmascarado volador no es metafórico, ya que como una voz de la conciencia (o de la locura) se le aparece constantemente y le dice qué hacer. El ego, la locura y el oficio del actor son los temas por los que sobrevuela (literalmente) este film que es no sólo la reivindicación de Keaton como un gran actor, sino también un tour de force para él mismo que sabe sobre lo que actúa, ya que también él fue alguna vez un héroe enmascarado al servicio de Tim Burton en sus dos Batman. Esto último puede resultar tan sólo anecdótico o un chiste interno para cinéfilos, pero termina convirtiéndose en algo metacinematográfico casi sin quererlo.


Narrada como un falso plano secuencia (aquí la cámara de Emmanuel Lubezki, ganador del Oscar por Gravedad, hace maravillas), en cierta forma deudora de La Soga de Hitchcock  en ese aspecto, la película puede resultar ardua en su tramo inicial, pero una vez que nos engancha, nos absorbe por completo. Pocas películas del mainstream hollywoodense pueden saberse poseedoras de esta condición. Inclusive puede decirse -a su favor- que de tan amplia, la película es una de las pocas que amerita ser revisionada, cosa casi impensable en los tiempos que corren. Su alta toxicidad no dejará a nadie inmune.



(*) Esta reseña fue publicada previamente en Radio UNO Digital

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