Esta
vez la pegó. Hablamos de Alejandro González Iñárritu, quien da un giro
inesperado en su filmografía con Birdman, una película en la que el mexicano
hace terapia y exorciza sus demonios con una visión crítica de la industria de
la que él mismo es parte.
Hace ya 15 años, Alejandro González Iñárritu
debutó en el largo en su México natal con Amores Perros, su aclamada ópera
prima que deslumbró a medio mundo, incluyendo premiación de la crítica en
Cannes. Ese comienzo más que prometedor se fue diluyendo con sus siguientes
títulos, que encontraron al director ya instalado en Hollywood, en donde
comenzó a rodar en inglés y con pretensiones filosóficas que empantanaron su
cine.
21 Gramos (2003) y Babel (2006) ahondaron en
“lo importante”: películas de grandes elencos que cargaban sobre sí el peso de
los “grandes temas” y que de tan reflexivas y bien pensantes podían llegar a
exasperar. De esa forma el director pasó a ese grupo de directores a los que se
los ama o se los odia. En el 2010 volvió a rodar en español y bajó un cambio en
Biutiful que, sin llegar a ser una gran película, fue excesivamente maltratada.
Luego de cuatro años y con los mexicanos
establecidos definitivamente como lo más cool de Hollywood (Gullermo del Toro,
Alfonso Cuarón) se ve que a Iñárritu le picó el bichito de la superación
personal y la competencia, porque se destapó con una película que realmente
sorprende por su frescura y mordacidad, algo inédito en un director de
innegable virtuosismo que era presa de sus propias ambiciones. Igualmente, a no
confundir, Birdman, subtitulada “La Inesperada Virtud de la Ignorancia” nada
más y nada menos, no deja de ser ambiciosa pero logra, virtuosismo aparte,
dejar de lado la pretensión que ostentaban sus films previos.
Aquí Michael Keaton interpreta Riggan Thomson,
un actor al que todos reconocen por haber interpretado al héroe volador del
título tiempo atrás y al que por ende nadie toma en serio. Para redimirse juega
sus últimas fichas adaptando al teatro De Qué Hablamos Cuando Hablamos de Amor
de Raymond Carver, pero las cosas obviamente no serán fáciles, ya que deberá
pasar por varios escollos. No sólo deberá lidiar con su ex esposa (Amy Ryan),
su hija recién rehabilitada (Emma Stone), su amante (Andrea Riseborough) y el
resto de su elenco y equipo (geniales Edward Norton, Naomi Watts y Zack
Galifianakis), sino con él mismo.
El hecho de que no puede sacarse de encima al
personaje del enmascarado volador no es metafórico, ya que como una voz de la
conciencia (o de la locura) se le aparece constantemente y le dice qué hacer.
El ego, la locura y el oficio del actor son los temas por los que sobrevuela (literalmente)
este film que es no sólo la reivindicación de Keaton como un gran actor, sino
también un tour de force para él
mismo que sabe sobre lo que actúa, ya que también él fue alguna vez un héroe
enmascarado al servicio de Tim Burton en sus dos Batman. Esto último puede
resultar tan sólo anecdótico o un chiste interno para cinéfilos, pero termina
convirtiéndose en algo metacinematográfico casi sin quererlo.
Narrada como un falso plano secuencia (aquí la
cámara de Emmanuel Lubezki, ganador del Oscar por Gravedad, hace maravillas),
en cierta forma deudora de La Soga de Hitchcock en ese aspecto, la película puede resultar
ardua en su tramo inicial, pero una vez que nos engancha, nos absorbe por
completo. Pocas películas del mainstream hollywoodense pueden saberse
poseedoras de esta condición. Inclusive puede decirse -a su favor- que de tan
amplia, la película es una de las pocas que amerita ser revisionada, cosa casi
impensable en los tiempos que corren. Su alta toxicidad no dejará a nadie
inmune.
(*) Esta reseña fue publicada previamente en Radio UNO Digital
(*) Esta reseña fue publicada previamente en Radio UNO Digital